
Muchas veces hablamos de la batalla cultural como si fuese algo menor. Poco más que una cuestión de formas o estado de ánimo, sin implicaciones prácticas directas más allá de la imagen publicitaria que se genera. Pero es mucho más que eso.
Como en la imagen que ilustra este artículo, la batalla cultural es el pensamiento colectivo y determina el comportamiento grupal de la sociedad. Como cuenta Harari en Sapiens, la base de la acción social conjunta son las fantasías colectivas.
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Así, por ejemplo, para la izquierda y nacionalistas es esencial cultivar la fantasía de la ultraderecha. Un espantajo que une a los propios y divide a los contrincantes. En el tablero de juego distorsionado que plantean conjuntamente izquierda y nacionalistas, los asesinatos de ETA, el intento de golpe de estado en Cataluña o la colaboración con la dictadura venezolana son hechos que palidecen ante el peligro de una extrema derecha de supuestos tintes franquistas.
Imponer este relato cultural, esta fantasía, es esencial para ellos. Porque es lo que une a sus electores, que si no no aceptarían sus actos: el desastre económico que acompaña a la izquierda o la imposición adoctrinadora que despliega el nacionalismo. Todo esto desaparece cuando el rechazo a una supuesta extrema derecha cala en el imaginario público. Nada ciega como las pasiones, estas sí, extremas.
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Y esto no es algo local, una peculiaridad española, como a veces nos hacen creer (otra fantasía grupal que Roca Barea denomina fracasología). El control social a través del dominio cultural es un mecanismo básico de la política. En todas partes.
Así, si uno mira la propiedad de los medios de comunicación españoles, verá que una grandísima mayoría y prácticamente todas las televisiones están en manos centroeuropeas. ¿Algo anecdótico? Por supuesto que no. La gente actúa y vota racionalmente, pero en función de la realidad que percibe. Y lo medios se encargan de dirigir nuestra atención. En el pasado los países se colonizaban imponiendo la religión del colonizador. En la actualidad, tomando el control de sus medios de comunicación.
Otro ejemplo sería el puritanismo actual en lo referente a la homofobia, el machismo, la xenofobia, el racismo, la corrupción… un puritanismo que tiene mucho de manipulación, de dominio cultural. Nadie es partidario de estos prejuicios o malas prácticas, al menos yo no conozco a nadie, pero cualquiera puede ser acusado de mantener resabios, de no actuar suficientemente en contra de ellos o incluso de no apoyar una discriminación que hayan etiquetado como positiva (*). De esta forma, por ejemplo, la izquierda española puede acusar de machismo a la derecha si no alimenta económicamente sus organizaciones, muchas de las cuales acompañan la denuncia feminista de prejuicios contra la propia derecha. O, por poner un ejemplo de ámbito político europeo, Alemania puede acusar de homofobia a los dirigentes de Polonia y Hungría si no se someten a sus dictados o hacer la vista gorda si se someten. Influyendo en su propio electorado, que evidentemente no desea verse tachado de homófobo. Otro ejemplo sería lo que se hizo contra el PP de Rajoy con la corrupción, una corrupción que no es menor en los partidos que le acusaban. Para eso sirve el puritanismo: se extrema la exigencia moral de forma que nadie pueda estar libre de culpa y luego, a través del control de los medios de comunicación, se imparte el castigo con doble rasero, sólo contra quien no se somete.
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Así que, después de esta larga introducción, vayamos al actual guerra interna del PP. Un conflicto aparentemente incomprensible que, ante la falta de un motivo declarado, se intenta achacar a cuestiones personales o luchas de poder interno.
Si nos fijamos, lo que realmente separa a ambos bandos es la batalla cultural. Todo empezó cuando Casado cambió de discurso y de portavoz. Aceptando los espantajos sobre la supuesta ultraderecha o la supuesta agresividad de la policía por reprimir un acto ilegal nacionalista. La principal diferencia entre contendientes es que Cayetana o Ayuso son referentes de dar la batalla cultural, no solo la partidista. Son referentes de no aceptar las constantes moralinas que despliegan izquierda y nacionalistas con gran cobertura mediática rasgándose las vestiduras.
Parece que a Casado, extraoficialmente, le hubiesen hecho la siguiente oferta desde Europa: si renuncia a dar la batalla cultural, recibirá a cambio el apoyo de los medios de comunicación españoles, mayoritariamente en manos centroeuropeas preocupadas ante el deterioro económico al que arrastrará Sánchez a España y con ello a la UE. Un apoyo que se tornará descalificación constante, como hacen con Orban, si mantiene la resistencia al dominio cultural.
Desde esa perspectiva sí se entendería el conflicto interno en el PP. A Casado le eligieron frente a Soraya por ser quien daba la batalla cultural.
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Lo que ocurre, claro, es que nada es blanco y negro. Nuestros medios están fuertemente controlados desde centroeuropa, pero no al completo. Y el imaginario puritano, con su inminente apocalipsis climático, los omnipresentes racistas y homófobos de ultraderecha o el imperialismo estadounidense que se empeña, por pura maldad, en guerrear contra dictaduras que no nos preocupan, resulta cada día más inverosímil. El rey de los media está desnudo y cada vez más gente lo ve, más difícil es taparlo. Solo hay que fijarse en cómo se recurre ya incluso a la cesura directa, una muestra de debilidad (censura a medios que den la batalla cultural, cultura de cancelación contra profesionales que levantan la voz, bloqueo arbitrario en las redes sociales…)
Es decir, si el PP no da la batalla cultural, dejará a Vox un terreno inmenso para el crecimiento electoral. Y no hablamos de una derecha extrema, antidemocrática. De hecho, esa es la primera batalla cultural que conviene dar: no aceptar el calificativo de facha para quien no comulgue con la corrección política imperante. Es tan solo una derecha populista, dispuesta al enfrentamiento por bandos como hacen la izquierda o los nacionalistas, pero sin sus facetas antidemocráticas. Una derecha que podría llegar a ser de gobierno, como se ha visto con Trump en EEUU, con Johnson en Reino Unido, Bolonsaro en Brasil, Orban en Hungría o Morawiecki en Polonia.
Ahí puede acabar el juego político en España si el PP renuncia a dar la batalla cultural. Como en muchos otros países donde ya solo hay una izquierda más extrema que populista y una derecha populista básicamente reactiva.
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(*) Nota: el dominio cultural utilizado para desplegar prejuicios y discriminación con la excusa de calificarlos como positivos es especialmente escandaloso. Discriminación lingüística en zonas nacionalistas con la excusa contradictoria de por un lado el apoyo a una lengua en desaparición y por otro de los beneficios de una uniformidad lingüística. Discriminación por sexos y orientaciones sexuales o razas apelando a la necesidad de corregir unos prejuicios estructurales que juegan el papel de un pecado original del que nadie puede librarse. Discriminación económica en función de si se siguen o no las poco previsibles tendencias climáticas…
Es decir, dominio cultural utilizado para desplegar lo que nuestra cultura considera esencialmente negativo como son los prejuicios, la discriminación, las reglamentaciones interesadas con consecuencias retroactivas…
Un comentario sobre “La batalla cultural y el conflicto en el PP”